Mis impuestos pagan su salario

Mis impuestos pagan su salario

Dijo un mediocre cuya pensión ni siquiera roza el salario mínimo. Nunca falta el jeta (como se le dice por aquí) que aparece con su chorro de babas convencido de que sus gloriosos 80 euros en impuestos le dan licencia para tratar a todo trabajador del sector público como si fueran sus sirvientes personales, y es que confunden todo con un puto restaurante o la terracita del bar de mala muerte con moscas.

Pero claro, no es su culpa(que lo es): semejante espécimen proviene de la más rancia tradición de mediocridad y servilismo que este planeta ha parido. En una sociedad donde hasta los párvulos ejercen más autocrítica que los ancianos, ¿qué más se puede esperar?

Hace unos días, en un pueblito tan hermoso como abandonado —no por Dios, sino por el político de turno—, me topé con uno de estos ejemplares. El sujeto, poco pintoresco pero bastante grotesco, me amenazó porque no quise revelar datos privados de su “pareja” (término que, dicho sea de paso, detesto y sobre el cual algún día escribiré con calma o con algunas ginebras encima). Me soltó el cuento de siempre, esa historia barata que ya me sé de memoria: “es que siempre me dan los reportes”. A lo que respondí, con mi mejor sonrisa, “pues vaya al que se los da y se los pide”.

Entonces vino el chantaje habitual: “yo pago su salario” (detalle curioso, considerando que yo pago cinco veces su pensión, que tampoco es mucha). Como no funcionó, pasó al siguiente capítulo de su vulgar tragicomedia: la amenaza de llamar a su primo policía, al más puro estilo de Juanito Alimaña.

Y ahí está la espinita que me quiero sacar hoy: la cultura del traqueto no conoce fronteras, y no ha hecho más metastasís por que netflix no sacó otra novela este año. Siempre aparece el infaltable “¿usted no sabe quién soy yo?”. Y sí, tenía razón: no lo sé… y, sinceramente, tampoco me importa.

Confieso que estuve tentado de soltarle un simple y liberador “cállese la jeta, pedazo de jeta”, pero preferí seguirle el juego y mientras le pegaba al escritorio y gritaba llamé a su famoso primo policía, a ver si aparecía la caballería. Como era de esperar, cuando llegarón, no le conocía ni su madre.

Sobra decir que, cuando la patrulla se llevó al engendro en cuestión, el resto del día transcurrió en santa paz. Ni gritos, ni amenazas, ni aires de grandeza. Nada como un buen periódico enrollado en la mano para que el mediocre deje de ladrar.